Luis Miguel goza de renovada popularidad gracias al recuerdo de sus tiempos de gloria en Netflix.

Luis Miguel no es Pop

Carlos De La O
15 min readJul 2, 2018

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La escena obscura filmada en blanco y negro acontece en una cantina de vista tradicional. Una toma de grúa encuadra al aún muy joven Luis Miguel -24 años- interpretando “La media vuelta” en un estilo de mariachi-bálada pop, casi inventado por encargo para el cantante mexicano. Corre el año 1994 cuando el video dirigido por Pedro Torres mostró al astro cantándole a una pléyade de figuras de la farándula y cultura mexicana. Destacan en el conjunto Lola Beltrán, Juan Gabriel y Carlos Monsivais quienes ungen a Luis Miguel como su único heredero con el beneplácito de su presencia. El gesto invita a pensar en el nacido en Puerto Rico como la última gran diva del panorama pop de México.

Segundo Romance (WEA, 1994) es el disco número 10 en la carrera del astro, del se han vendido hasta 2016 (según Wikipedia) la friolera de 10 millones de copias a nivel mundial, probable pináculo creativo del interprete más importante de habla hispana desde la segunda mitad del siglo veinte. Por lo tanto la aparición de Lola Beltrán o Juan Gabriel en el video esta lejos de ser una inocente coincidencia. Aún hoy en día el gesto resuena; en 1994 la fractura del sistema político hegemónico mexicano se hizo irreversible. No se puede atribuir a la fortuna que Luis Miguel fuera abrazado de esa manera por el México viejo, como una continuación deseable de su legado más significativo, catalogando de una vez y para siempre como un pulcro baladista comprometido con la tradición mexicana, del cual se esperaba todo. El cantante comprendió el guiño, llevando a cabalidad la misión que se le encomendó.

Un par de años después con el lanzamiento de Nada es igual (WEA, 1996) Luis Miguel dejaría su testamento artístico, jamás volvería a tener ni la relevancia cultural, ni canciones de corte pop resultantes en hits masivos. El éxito que remuneró cantarle a la tradición sepultaría sus (supuestas) ambiciones por presentarse como un artista de vanguardia con la necesidad de expresarse de manera moderna, de acorde a su edad y la década de su expansión creativa. La consecuencia clara de la unción de los grandes de la canción mexicana, fue la prematura madurez de un cantante en el pleno de su juventud. Sus siguientes álbumes mostrarían el desgaste de los dos principales recursos artísticos durante su carrera: Sus actualizaciones a la música popular latinoamericana dejaron de sonar novedosas, mientras que sus baladas perdieron la fuerza interpretativa que las caracterizaba. A la edad de 30 años Luis Miguel era un viejo cantante desgastado, con una indiscutible capacidad de convocatoria pero con una relevancia cultural empobrecida.

Según la serie de ficción que nos cuenta parte de su vida en Netflix, el cantante en algún momento de su emergente carrera abogó por interpretar sonidos internacionales y vanguardistas. Su disquera de entonces (Warner) no negó la posibilidad por completo, abriéndole una pequeña ventana de experimentación con ritmos bailables y música de esencia anglosajona en Soy como quiero ser (WEA, 1987) cuya nutrida cantidad de covers de temática madura, mostraron al cantante despidiendo su etapa de estrella infantil. Esta propensión a ritmos internacionales de vez en vez emergió en su carrera. En 20 años (WEA, 1990), Gallegos entregaría una rendición en español de un tema clásico de los Jackson 5 “Blame it on the Boogie” sin que esto jamás se convirtiera en norma; lo cual hace pensar que lo que cuenta Luis Miguel a través de la serie es quizá un poco pretencioso.

Juan Carlos Calderón -productor y compositor de cabecera de Luis Miguel de 1987 a 1994- nutrió sus producciones del mejor repertorio de baladas que se haya visto en la historia de la música popular en español, con un par de guiños a probables hits bailables de inspiración R&B y funk, nunca rebasando dos temas de ese tipo por disco. El fuerte de los éxitos de Luis Miguel recaía en sus poderosas baladas de interpretación apoteósica. El rango tenor de su voz, el perfecto reconocimiento de su instrumento y por lo que ahora sabemos, su turbulenta vida emocional, contribuyeron a sentidas interpretaciones llenas de pasión con las que el público latinoamericano resonó de inmediato. Además Luis Miguel inyectó un fresco aliento juvenil al típico baladista hispanoparlante, con un incuestionable atractivo físico adolescente que contribuyó a cimentar su reputación de performer.

El lugar de Luis Miguel dentro de la música popular latinoamericana es indiscutible, los números y el renovado cariño del público gracias al relato de su vida en el serial de Netflix, respaldan el experimentado olfato de las leyendas presentes en el video de “La media vuelta”. Supieron pasar la estafeta al interprete con un sencillo gesto, apuntalándolo como uno de los últimos grandes fenómenos culturales del México del siglo XX. Sin embargo a riesgo de estirar mucho la liga, por momentos el relato de vida que cuenta la plataforma de streaming -de evidente tono apologético- muestra a un protagonista completamente aislado del entorno musical donde su carrera se desarrolló, una heterotopia donde apenas se menciona o sugiere la presencia de alguien fuera del círculo íntimo del protagonista. Este aislamiento persistente -al parecer natural a la vida de Gallegos- igualmente excluye el entorno musical donde su carrera floreció. Esto no interviene en la manera en que se cuenta la historia, sin embargo la misma serie insiste en mostrar las motivaciones musicales del cantante, lo cual hace suponer que resulta importante enunciarlas, tanto para el relato como para quien lo cuenta.

No sería la primera vez que salta a la vista la búsqueda de Luis Miguel por algún tipo de diferenciación concedida por alguna autoridad moral superior que resalte su posición de privilegio respecto a sus “colegas”. Prontamente acostumbrado a reconocimientos que marcaron una distinción drástica de sus cófrades (un par de World Music Awards, presentaciones en el Festival de San Remo, Viña del Mar o nominaciones al Grammy antes de la existencia de una academia latina del mismo) fue notoria la aparatosa diferencia respecto a los galardones a los que podían aspirar sus pares pop de la época (idea un poco fuera de la órbita emocional de Luis Miguel: La posibilidad de ver a sus colegas como pares). Por ello la incursión en el bolero no sorprende en retrospectiva, aunque en su momento haya causado enorme revuelo.

Romance (WEA, 1991) su primer disco de boleros actualizados contó con la producción y arreglos de Armando Manzanero, Bebu Silvetti y Chamín Correa. Su indiscutible éxito (15 millones de copias vendidas a nivel mundial) es una mezcla de talentos de diferentes generaciones al servicio de la canción popular. Si bien la estrella firmó el disco con su rostro y voz, no deja de ser notable su necesidad de acogimiento por los pesos pesados de un genéro muerto, con tal de seguir marcando esa agresiva diferencia respecto al rebaño al que pertenece generacionalmente; sin importar que eso provocase la escisión de muerte con su productor de cabecera, pues Juan Carlos Calderón consideró el proyecto un auténtico despropósito.

La carrera artística de Luis Miguel tiene el mismo año de inicio que otras en el ámbito del pop mexicano. En 1982, Timbiriche es lanzado como proyecto apadrinados por Miguel Bosé, quien ese año lanzaba su primer grandes éxitos. Asimismo Yuri comienza a hacer ruido con el lanzamiento de su tercer disco (el cual incluía “Maldita primavera”) y del sencillo “El pequeño panda de Chapultepec” el cual llegó a vender 1 millón de copias. Se gestaba una transformación del pop latinoamericano como se conocía hasta entonces. Una mutación gradual hacía sonidos con mayor orientación al deleite de los jóvenes.

Antes del éxito de estos proyectos de marcado corte juvenil, dicho pop se distinguía por ser una mezcla entre baladas sentimentales y música vernácula. A través de la enorme red de influencia del poderoso consorcio de medios Televisa, desde México -el mercado de consumo cultural más importante de habla hispana- se ofrecían al público aquellas lastimeras composiciones a través del músculo bien engrasado de disqueras, estaciones de radio, canales de televisión y festivales musicales con modalidad de competición internacional. Por ejemplo, Yuri ganó notoriedad en el festival de la OTI (Organización televisiva iberoamericana) en 1979. Fue el mismo festival que selló el destino de José José al interpretar “El triste” de Roberto Cantoral en 1970.

La existencia de otros productos de consumo cultural orientados exclusivamente a la juventud, de un carácter más desenfadado, ya fuera para el disfrute en la pista de baile, el desarrollo de un pensamiento crítico o la mera experimentación musical, resultaban ajenos a la escencia del Pop -me atrevo a decir que aún sin ese nombre, sin poder ser llamado Pop- inofensivo, sentimental y de catarsis telenovelesca confeccionado al gusto para Televisa. El surgimiento de “La movida” en España al finalizar la dictadura franquista o el desarrollo del rock en Argentina ayudarían a moldear en un futuro no tan distante, una nueva concepción de la música popular latinoamericana, al encontrar en México condiciones demográficas fértiles para la expansión de su influencia: Una sociedad joven que comenzaba a concebirse distinta conforme la economía del país se abría al mundo de la mano de un nuevo modelo económico. Sin embargo en 1982 el rotundo éxito del disco de boleros inéditos de Juan Gabriel, Cosas de enamorados (BMG) aún marcaba la pauta del consumo cultural popular mexicano. En ese fructífero momento para el michoacano sus composiciones alimentaron las carreras de Rocío Durcal, José José, Aída Cuevas, Lucha Villa, Daniela Romo, Ana Gabriel y hasta de la del propio Luis Miguel.

Si bien las canciones de Aguilera tuvieron interpretes juveniles, la balada vernácula fue siempre su insignia y sello, dejando el campo libre para que proyectos como Timbiriche ofrecieran una nueva posibilidad musical a esa juventud mexicana deseosa de novedades musicales. Al igual que Luis Miguel, las primeras composiciones interpretadas por Timbiriche son una mezcla de cursis melodías de naturaleza infantil y covers de canciones pop en boga en el ámbito internacional -no hace falta recordar que tanto el cantante como el grupo fueron lanzados como productos para niños de principio-. Sin embargo, en donde la carrera de Gallegos encontraba peros, quienes manejaban los destinos de Timbiriche experimentaron libremente con el pop anglosajón, con excelentes adaptaciones al español de “Time Warp” de The Rocky Horror Picture Show, “Mickey oSummer nights”. Hacía 1985 cuando se hacen evidentes los cambios en los pubertos integrantes del grupo durante el montaje de su versión de la comedia musical Grease -cuyo ambiente y look permitieron a la banda hacer una transición sutil a los temas de adolescentes- las cabezas del proyecto deciden darle un giro al sonido de la banda, abrazando por completo el pop-rock con Timbiriche Rock Show (Melody, 1985) el cual establecería las bases para el pop latino, que a partir de entonces atraería masivamente a la incipiente juventud urbana que dejaba de sentir afinidad por los sonidos folclóricos para entregarse de lleno a las guitarras eléctricas, sintetizadores y los beats de bajo remarcados por Moogs. La agrupación entraría en su periodo dorado (de Timbiriche VII al insólito álbum doble Timbiriche VIII y IX) durante la adolescencia de sus integrantes, experimentando los cambios propios de la misma a la par de su público, lo que generó una lealtad única que a la fecha pervive mientras se celebra el aniversario 35 de la aparición del proyecto.

Durante su primer lapso de vida se hizo constante la búsqueda de sonidos novedosos para Timbiriche, siempre intentando sorprender al gusto de su fiel fanaticada, buscando mantenerse relevantes en un momento donde la oferta musical juvenil se diversificó ampliamente, llevándolos a principios de los noventa (1990s) a territorios sonoros tan vanguardistas -para México- como el eurodance, el house o el industrial. Su imagen correspondió a dichos sonidos con atuendos cercanos a ensoñaciones sadomasoquistas, sexualidad expuesta -más no explícita- y género fluido a là Versace. Ese constante proceso de adaptación explica la longevidad y viabilidad del proyecto a lo largo de 12 años durante su primera etapa.

A Timbiriche le acompañaría en la aventura de los sonidos sintetizados cercanos al rock-pop anglosajón Flans (1985), trío formado por la inventiva de Mildred Villafañe, quien intuyó la necesidad de grupos juveniles ante la explosión de proyectos de orientación infantil a principios de los ochenta. Flans sería el acompañamiento a la siguiente fase de la vida de una generación acostumbrada a las bandas que bailaban y cantaban al unísono. También serían el avatar femenino de un fenómeno dominado por agrupaciones masculinas (Menudo, Magneto o Los Chicos de donde conocemos a Chayanne), un grupo de chicas modernas para identificarse, no para idolatrar.

Acompañadas de composiciones con sabor a Movida madrileña -Nacho Cano escribió varios de los éxitos del combo en plena eferevescencia de la fama de Mecano- el sonido de Flans si bien no desprovisto de baladas, hacía hincapié en alegres melodías pop de estructura sencilla y producción prolija, llena de sintetizadores y bajos marcados a là Duran Duran; acompañadas de un elaborado concepto visual único en la época -en deuda eterna con la estética de altos vuelos internacionales de Miguel Bosé-, que involucraba vestuario juvenil en tendencia y videos con concepto a la par. Conceptos modernos que el Luis Miguel que retrata la serie envidiaría seguramente.

Villafañe mantuvo un férreo control sobre la agrupación, hasta que la escalada de tensiones -tanto creativas, como económicas y de protagonismo- dieran al traste con el proyecto al inicio de la década de los 90. Para entonces la huella de Flans en la música pop estaba asegurada, pavimentando el camino para que otros conceptos juveniles femeninos retomaran la idea. En nuestros tiempos hablar de mujeres al frente de un grupo coreográfico vocal parece una tontería, pero el concepto de Flans resultó tan disruptivo que la fórmula no tardó en encontrar eco, ya fuera en grupos con intenciones más o menos parecidas (Pandora, Boquitas pintadas, Fandango) o como cantantes solistas con actitudes de desparpajo irreverente semejantes (Tatiana, Alejandra Guzmán y eventualmente Gloria Trevi).

El ansiado concepto de libertad creativa que buscaba Luis Miguel, era algo en escencia conectado habitualmente al rock. Hacía 1988 cuando el cantante comenzaba su camino a las alturas insospechadas de fama que logró, el rock en México recobraba espacio en los medios electrónicos. Como se sabe, la expresión roquera nacional quedó relegada de la televisión y la radio al ser relacionada después del Festival de Rock y Ruedas de Avándaro (1970) con drogas, alcohol, sexo y libertinaje; valores ajenos a la juventud pretendida por los gobernantes mexicanos de entonces. El Rock -hecho en México, es prudente aclarar- subsistió durante una década en el bajo mundo de los conciertos clandestinos, donde permaneció hasta el principio de los ochenta, cuando la llegada al país del rock español y argentino le abrió la puerta para volver a los medios masivos. Las grandes disqueras voltearon sus ojos al talento nacional y ávidos del éxito que aguraba comenzaron a firmar a las primeras leyendas del rock en México: El Tri, Maná, Caifanes, Maldita Vecindad y los hijos del 5º patio, Fobia y Café Tacvba se convertirían en proyectos rentables, equiparables en ventas a cualquier género dominante en el mundo musical mexicano.

La maquinaria pop de finales de los ochenta no fue ajena a los cambios de sensibilidad en el público manifestados al contacto con el rock. En ese momento no bastaba con tener el sonido, también había conceptos altamente deseables en el rock que pronto se integrarían al vocabulario pop. La posibilidad de decir sin límites sería la manzana envenenada que legaría el rock mexicano a su contraparte cultural. A finales de los 80 la fábrica de estrellas pop estaba lista para conceder sus primeras cuotas de rebeldía mezclada con libertad creativa. La importancia del primer disco de Gloria Trevi ¿Qué hago aquí? (BMG Ariola, 1989) radica precisamente en concebir al interprete pop como un creador. Treviño formaría de la mano de su productor Sergio Andrade, un personaje cuya fuerza y mensaje empujaron las fronteras de lo posible dentro del pop, con abiertos guiños al rock y su lenguaje y actitud de irreverencia juvenil. En dos años, mientras Luis Miguel se enfundaba en el traje de dos piezas para cantar boleros, Treviño despojaría en cadena nacional a los hombres del público de sus ropas con provocativos bailes sexuales en horario estelar familiar, ante una audiencia extasiada en catártica comunión.

Estos destellos de triunfal libertad artística no fueron un hecho aislado exclusivo a la esencia del rock, también fueron consecuencia de interpretes que se arriesgaron a ser artistas más allá de sus virtudes vocales (o la ausencia de ellas). No podemos entender a Thalía, Alejandra Guzmán, Paulina Rubio o la propia Gloria Trevi sin el arrojo escénico sobre el que construyeron sus carreras. Sin embargo también hay quien se distinguió por su auténtico talento musical y artístico, aún sin el virtuosismo vocal supuestamente exigido en ese panorama pop. A mediados de los ochenta Miguel Bosé componía el grueso de su material, canciones rebosantes de vanguardia que lo volvieron un éxito a la vez que un referente artístico internacional, incluso reconocido por artistas fuera de la esfera del pop (Bosé tiene videos dirigidos por Andy Warhol por ejemplo), convirtiéndose en un músico de culto dentro del pop.

Se ve mucho del Bosé de los ochenta en los intentos de Emmanuel o Mijares por despegarse del rebaño de los baladistas, tratando de empatar la actitud cosmopolita del español. Algo mismo hay de esa búsqueda por ese je ne sais quoi internacional en el Chayanne de los ochenta. A su manera tropical el puertorriqueño se distinguió con sus grandilocuentes videos de preciosista factura, cargados de encanto con coreografías de bailes multitudinarios, dirección de cámara poco común para los artistas pop latinos de la época y una pizca de atrevimiento sexual, lo cual mostraba al boricua como abierto a las corrientes internacionales. Ricky Martín tomaría nota para su propio lanzamiento solista con intenciones de conquista mundial.

Asimismo no fueron pocos los baladistas españoles lanzados como candidatos a ídolos juveniles siguiendo los pasos de Luis Miguel. Sin embargo donde el mexicano los superaba en talento vocal, los españoles compensaban con composición propia, que después se convertiría en auténtica libertad creativa, igualmente lucrativa que la libertad creativa roquera. El primer disco firmado por la cara de Alejandro Sanz Viviendo deprisa (WEA, 1991) contenía 15 temas completamente compuestos por él, con arreglos que no dejaban de lado el sabor a balada al estilo Juan Carlos Calderón que dominaba Iberoamérica gracias al éxito de Luis Miguel. Sanz llamó la atención rápidamente por su peculiar estilo interpretativo, sin llegar a ser particularmente destacado en una escena saturada de sentimentales baladistas ibéricos (Marcos Llunas, Sergio Dalma). Su carrera creció poco a poco casi al margen de la mediocridad, hasta lograr un sorpresivo éxito internacional gracias a su cuarto disco Más (WEA, 1997).

Todo en apariencia seguía igual en la música de Sanz durante 4 discos, hasta que al echar mano de su libertad creativa e introducir su obsesión musical por los ritmos españoles tradicionales, quedara expuesto su verdadero talento. El público respondió masivamente, Más ha vendido a la fecha 5 millones de discos y significaría el ascenso de Sanz al Olimpo de la canción popular española. La libertad creativa le pagó bien. Al éxito de Más seguiría el de El alma al aire (WEA 2000) y la posterior grabación del primer Mtv Unplugged de un artista español. En la emisión Sanz se presentaría como cantautor al frente de un nutrido ensamble de músicos, empuñando su guitarra flamenca. Si admitimos la idea de que forma es contenido, lo que Sanz insinuó con aquel gesto bastó para despejar dudas de como se miraba a sí mismo artísticamente: Como un compositor en pleno manejo de su oficio, con la total libertad creativa que respaldan los asientos vendidos.

En 1989 Luis Miguel estaba en los cuernos de la luna después de los 7 sencillos desperendidos de Busca una mujer -entre ellos la balada de baladas “La incondicional”- difícilmente se puede establecer que el artista sintiera algo de envidia o deseo por la carrera (o los sonidos) de sus colegas.

Independientemente del arrastre del cantante, el pop latinoamericano comenzaba una cúspide creativa que amainaría brevemente con el advenimiento de la nueva década. Nuevos conceptos, nuevos sonidos y un entorno social distinto cambiaron la sensibilidad del público. Luis Miguel continuó siendo la voz cantante hegemónica en un México (en un mundo) cambiante. Pero a mediados de los noventa el público comenzaría a darle la espalda a un sol que perdía brillo ante propuestas cuya sencillez refrescaban en un complicado y pesado ambiente político. Asimismo el aislamiento a ultranza de la vida pública de Luis Miguel y su insistencia en mantener su sonido inmaculado lentamente lo aislaron de la relevancia cultural acaecida en su momento.

El regreso de los grupos coreográficos vocales (Onda Vaselina, Kabah, Jeans), las dulces cantantes juveniles despreocupadas -y despolitizadas- (Fey, Lynda, Litzy), los grupos de rock alternativo con sonidos internacionales apoyados por la sucursal latina de Mtv (Control Machete, Molotov, Babasónicos, Illya Kuryaki & the Valderramas), la exigencia de credibilidad que empujó una nueva camada de baladistas que además de presumir sus dotes vocales, componían su propio material (desde el ex-Timbiriche Benny Ibarra, pasando por Alejandro Sanz, a Sin Bandera, Camila, Jessy y Joy o Reik); todo eso sepultó largo tiempo el legado musical de Luis Miguel, el cual ahora emerge como el santo grial perdido del pop latinoamericano.

La relevancia cultural del Sol de México queda salvaguardada gracias a la reciente apertura de los secretos de su vida privada, generando una empatía insólita con el cantante. Luis Miguel sigue fascinando con su vida y música en la era de la nostalgia, asegurando su permanencia en el Zeitgeist de la cultura popular iberoamericana.

Sin embargo Luis Miguel no es Pop.

Es parte de la cultura pop, pero su música, la razón por la que decidimos darle un lugar en la historia, esa no es pop. Es un compilado de increíbles baladas llenas de fuerza e histrionismo que fueron la culminación de un sistema del que fue su último -y definitivo- exponente. El Pop latinoamericano se fue construyendo en paralelo a su carrera, surgiendo como una nueva voz para un escenario político nuevo, no mejor, no peor; simplemente nuevo. Una nueva sensibilidad para una nueva realidad de país(es).

Quizá por eso la omisión de muchos colegas en el relato de su vida. Probablemente no los considera parte de su vida porque en el fondo Luis Miguel sabe que no es parte de esa historia.

Luis Miguel es la última diva de México y por eso no es pop. Porque está más conectado con Lola Beltrán y Monsivais que con cualquiera de sus contemporáneos, esos que inventaron el Pop latinoamericano como lo conocemos.

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